En Cartas a mi hija, un Scott Fitzgerald de vuelta de muchas cosas, alcohólico, separado de su mujer Zelda (ingresada en una clínica mental), con una carrera literaria en declive, con continuos problemas económicos y una salud muy deteriorada (moriría de un ataque al corazón con 44 años) trata de darle sabios consejos a su hija Scottie para que no cometa en la vida sus mismos errores, algo totalmente inútil como acaban comprobando «casi» todos los padres con el paso de los años. F. percibe que su joven hija no se esfuerza en los estudios, que vive con el desenfado de quien espera que la vida le ponga sus manjares delante, servidos en una bandeja: “Muñeca, te mueves con una fe ciega, tan banal como la creencia de Kitsy de que no crecería ni un pelo, cuando das por sentado que te bastará tu pequeño don de gentes para que el mundo entero te abra sus puertas. Tienes que tomar el camino correcto en los cruces principales; el precio de extraviarte una sola vez son años de desdicha”.
Fitzgerald se ha trasladado a Hollywood donde trabaja sin demasiado éxito, escribiendo guiones de películas. En un tono de humor le participa a Scottie, para que escarmiente en cabeza ajena, su débil posición profesional: “ Estoy convencido de que no me van a convertir en el zar de la industria (del cine) de un día para otro, como pensaba hace diez meses. No pasa nada, bonita, la vida me ha bajado los humos. Zar o no, sobreviviremos. ¡Incluso estaría dispuesto a aceptar el puesto de adjunto al Zar!”. Y para que evite sus propios errores, trata de imbuir en su hija la ética del trabajo: “Lo que se oculta detrás de toda gran trayectoria, desde Shakespeare a Abraham Lincoln es lo siguiente: el sentido de que la vida es básicamente una estafa, que sus condiciones son las propias de una derrota, y que las cosas que redimen no son la felicidad y el placer, sino las satisfacciones profundas que se derivan del esfuerzo”.
Una reflexión amarga: “Tienes dos hermosos malos ejemplos por padres. Limítate a hacer todo lo que no hicimos y estarás perfectamente a salvo”.
Una conclusión fácil: “El mundo, por lo general, no habita en playas ni en clubes de golf”.
Las cartas van precedidas de un excelente prólogo de la propia Scottie Fitzgerald, en el que como era de esperar reconoce que en su momento no hizo excesivo caso de los consejos de su padre: “Me hice inmune a mi padre: cada vez que me regañaba a gritos, simplemente no le oía”.
Y una frase final, en la que puedes creer o no creer: